divendres, 31 de juliol del 2020

Vivir

Cada uno sabe qué es lo que le define como ser viviente, como ser humano, como persona. Yo, personalmente , me hago dos preguntas a mí mismo, y las respuestas me definen como lo que soy. La primera pregunta es : ¿El ser humano ha de ser libre o no ha de serlo? . Para mí, el mundo es mundo sólo si las personas tienen libertad de elección. Un mundo sin libertad de elección, no es mi mundo. Si no tuviera libertad de elección, no estaría vivo, estaría muerto o , simplemente , no existiría.
Está claro que la persona no siempre es libre. Siempre existen los condicionantes. Pero en última instancia debe decidir. Esa capacidad de decisión le define como ser humano.
La segunda pregunta es: ¿Deben existir el bien y el mal? ¿No sería mejor un mundo sin el mal? La respuesta , para mí , está muy clara. Un mundo sin diferencia entre el bien y el mal, sería un mundo neutro, sería indiferente si todo está bien o todo está mal, por tanto , todo estaría mal, por que no habría diferencia. Mi mundo es un mundo donde hay diferencia entre el bien y el mal, una cosa va con la otra. 
En resumen, mi mundo, el mundo donde mi vida tiene sentido, es un mundo donde hay diferencias entre el bien y el mal, y donde los seres humanos tienen libertad de elección.
¿Ésto quiere decir que tenemos que soportar estoicamente el mal? Ni mucho menos. Todo lo contrario. Justamente por que tenemos libertad de elección , debemos intentar cambiar el mundo. Cambiarlo a mejor, claro. Un mundo sin libertad, un mundo sin diferencia entre el bien y el mal no es susceptible de cambiar. Éso hace emocionante y "viva" la existencia.
El dolor, el sufrimiento, la muerte, sobre todo cuando se nos aparecen gratuitos, aleatorios, crueles, nos sublevan. Nos remueven por dentro, nos descomponen. Aún así, hay que seguir adelante, intentando que esas cosas no pasen.
Pero tan importante como lo que estoy diciendo es no llenar de contenido ético lo que no lo tiene. Todos tenemos nuestras razones para actuar como lo hacemos. No es malo quien no actúa como a nosotros nos gustaría, es diferente. Si le quitamos la libertad, le quitamos la esencia. No estoy hablando de actos ilegales, para éso está la policía y los tribunales. Estoy hablando de hacer y sobre todo de pensar diferente a nuestro modelo.



dimecres, 29 de juliol del 2020

Flagelación.


El desconcierto está imbuido en la misma esencia del ser humano. Condenado a la conciencia, de lo primero que es consciente el adulto humano es de su propia transitoriedad. Acostumbrado en su formación como ser completo a comprender que, tras cada efecto se esconde una causa, la primera pregunta existencial es: “¿Por qué? ¿Por qué he de morir un día?”. Muy pronto el antiguo niño, ahora hombre, habrá de constatar que el tránsito desde ese momento hasta el último que le toque vivir, estará jalonado de experiencias dolorosas. Claro, también habrá otras felices. Pero las dolorosas, ésas no hay manera de que se las ahorre.
La sensación de pérdida nos es muy habitual. Todos hemos perdido a un ser querido, sea por que ha dejado este mundo, o porque el destino lo ha llevado tan lejos como si realmente hubiera muerto. Pero, la muerte… es lo que nos mueve a preguntar de nuevo: “¿Por qué?”.
Lo hemos visto todos, una familia que pierde a uno de sus miembros, abrumada por el dolor, se pregunta por qué ha perdido a su hijo, a su hermano, a su madre… El dolor. De entrada es tan devastador que aplaca todos los demás sentimientos. Pero después vuelve el “¿Por qué?”.
De entrada todo nuestro aprendizaje se basa en que las cosas pasan por algún motivo. Que no hay nada gratuito. De otra, se nos ha inoculado por vía intravenosa, parenteral, nasal, rectal y por todos los medio habidos y por haber el sentimiento de culpa.
De esta manera, quien lamentablemente sufre la pérdida de un ser querido, una vez superado el dolor inicial, busca razones, busca motivos, busca causas, pero sobre todo, busca culpables.
A veces es fácil. Cuando es evidente, cuando hay un asesino que empuña un arma inequívocamente destinada a matar, se le señala con el dedo. Si el allegado a la víctima es tan asesino como el asesino de la víctima, como diría Ghandi, el mundo se queda ciego. El culpable perfecto.
Pero cuando las cosas no están tan claras, hay que trabajar un poco más. Cuando las causas no son tan evidentes, hay que mover cielo y tierra para encontrarlas. Y si ni aun así se encuentran, muchas veces se inventan. Por qué el coche no frenó, por qué las medidas de seguridad no eran las correctas, por qué el medico hizo esto y no lo otro…
Pero puede suceder que ni se encuentren ni se inventen las causas, porque es materialmente imposible. Entonces el objetivo gira ciento ochenta grados y nos señala a nosotros mismos. Si yo hubiera hecho esto, si yo no hubiera hecho lo otro, si hubiera dicho… si no hubiera dicho…
Estamos viviendo momentos muy difíciles. Tenemos varias enfermedades globales. Todo el mundo tiene en mente la Covid-19. La tiene la mayoría de la población tan presente que no quieren que se hable de otra cosa. Parece que hablar de otra cosa sea intentar minimizar la importancia de la Covid-19. A eso llega nuestra obsesión. Pero hay otras “pandemias”.
Nada más lejos de mi intención que restarle importancia al Coronavirus. No nos llamemos a engaño. Es una emergencia global y gravísima. Eso nos no impide, sin embargo, pensar, reflexionar, hacerlo de manera respetuosa, pero crítica. No es un pecado. La enfermedad nos está castigando, es un peligro muy real y debemos seguir las normas sanitarias que establecen las autoridades. Pero corremos el peligro de pasarnos de frenada. No es de extrañar después de pasar varios meses en el día de la marmota. Eso afecta psicológicamente hasta al más preparado.
De nuevo, la pregunta esencial ante el virus es: “¿Por qué?”. Es decir, si nos pasa algo malo, ¿Es porque hemos hecho algo malo? Ahí aparece el sentimiento de culpa que nos inocularon desde la cuna. He pasado algunos malos ratos viendo como ese sentimiento se ha apoderado de amigos o allegados que, en otras épocas eran capaces de afrontar con energía y optimismo las adversidades, y que ahora se han convertido en buscadores de razones debajo de las piedras. Y casi todos han girado ciento ochenta grados el objetivo y piensan que los culpables son ellos mismos.
La búsqueda de culpables fue una constante en crecimiento ya desde los inicios del confinamiento. Rápidamente proliferaron los “Sheriffs de balcón”. Los primeros objetivos de estos “sheriffs” fueron los vecinos que se saltaban el confinamiento, fuera para pasear y tomar una cerveza, para estirar las piernas o para largarse a la segunda residencia el fin de semana. Luego, en casos más extremos, elaboraban listas de los que no salían a aplaudir a las ocho de la tarde para “dar ánimos” a los sanitarios. Los sanitarios aún esperan que les den algo más concreto que aplausos.
Después, con el desconfinamiento, salieron los vigilantes de los balcones, y aun hoy en el día en que escribo este texto, se dedican a señalar a los ocupantes de terrazas de los bares, a quien no lleva la máscara, o a quien no la lleva bien puesta.
¡Un momento! ¡Por favor! ¡Que nadie piense que defiendo a los sin-máscara! ¡No quiero ser lapidado! No, en serio. No se trata de eso.
Justo eso es lo que quiero decir. No se trata de eso. Se trata de que le estamos dando un contenido ético, moral, a algo que no lo tiene. Eso también es muy humano.
Imaginemos un mundo donde, ante este virus, no tuviéramos ningún medio de protección. Solos ante el virus… ¿Qué hubieran hecho nuestros gobernantes? Todo nuestro objetivo, todo nuestro miedo, todo nuestro dolor estaría concentrado en el causante de todo ello. El virus. Y toda nuestra ira, y toda nuestra exigencia, habrían sido dirigidas contra quienes tienen la más alta responsabilidad ante una emergencia.
Pero desde el principio se estableció una estrategia diáfana, para poner de manifiesto que se hacía algo concreto para luchar contra el virus. Tenemos que seguir tres consignas: lavarnos las manos, distancia y mascarilla. Y llegados aquí, tengo que hacer otra parada para que NADIE piense que doy a entender que no son necesarias las tres cosas en este momento. Estamos sencillamente reflexionando sobre la realidad. Es necesario seguir esas reglas.
Analicemos cómo funcionan estas tres consignas, de una manera lo más práctica y directa posible.
Lavarse las manos es un hábito higiénico y saludable. Pero la pregunta es: Si me lavo las manos todo lo que puedo ¿Es imposible que me contagien la Covid-19? La comunidad científica dice “No. No es imposible si no guardas la distancia o en lugares cerrados pasas un tiempo determinado junto a alguien infectado”.
Llevar mascarillas es una práctica adecuada con la epidemia, sobre todo en espacios cerrados o abiertos donde haya mucha gente. Pero la pregunta es: Si llevo mascarilla todo el tiempo que puedo ¿Es imposible que me contagien la Covid-19? La comunidad científica dice “No. No es imposible porque las mascarillas habituales no protegen del contagio, sino que evitan que tu contagies a alguien que tengas cerca, en el caso de que tú estuvieras infectado”.
Mantener la distancia es esencial en estos momentos. Pero la pregunta es: Si mantengo la distancia ¿Es imposible que me contagien la Covid-19? La comunidad científica dice “Sí. Como la Covid-19 se transmite de persona a persona, no existe otra manera de que te contagien. Si no te acercas a nadie a menos de dos metros, no te puedes contagiar”.
En definitivas cuentas, como queda dicho, debemos respetar las normas. Lo digo y lo repito porque no quiero cometer herejía.
Pero si hablamos de método contra el virus, lo que se dice método, lo único que funciona realmente es la distancia. Y con esas armas, los responsables de nuestra salud no tenían un gran arsenal. Por ello les vino muy bien que el miedo hiciera buscar motivos, buscar razones como comentaba al principio. Y todo ello se materializó en la asignación de poderes mágicos, de contenido moral y ético a una cosa tan inocua como un trozo de tela con unas gomitas. Las mascarillas deben usarse para lo que sirven, no como muleta psicológica ni como objeto religioso. Démosle a la distancia la importancia capital que tiene.


Creo que lo más sano sería que dejáramos de flagelarnos todos, los unos a los otros y a nosotros mismos, y comprendiéramos que no hay pecado, que no hay castigo divino en esta epidemia. Que la vida en algún momento, de alguna manera, farmacológica o de cualquier tipo, tendrá que seguir su curso. Y hasta que llegue ese momento, necesitamos toda la energía de todo el mundo. No la podemos perder en autoflagelaciones ni en linchamientos, peores que el daño que se quiere evitar. Dejemos los flagelos en el armario, los bazookas y las miras de precisión en las armerías, los cilicios en el desván, y los látigos a los domadores de leones, y empecemos desde ya a trabajar y a pensar sin sentimientos de culpa, en cómo será ese mundo en el que, por fin, haremos una hoguera con todas las mascarillas. Ah no, éso no, que contaminaríamos mucho. Pero no lo dudéis, ese momento llegará.